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Confluencia

Hay días en los que la vida no parece digna de vivirse.

Nunca fui ni la más linda ni la más inteligente. En la escuela tuve pocas amigas y ningún novio. Era de esas chicas que pasan por las aulas como quién pasa por una avenida muy concurrida, y que al final del recorrido nadie recuerda.

Cuando por fin me gradué, me di cuenta de que ni la carrera que había elegido, ni mi trabajo, ni los amigos que había hecho me hacían sentir realizada. Me percaté que mi vida diaria era más un hastío que otra cosa, y fue entonces que empecé a desilusionarme de mi existencia. Poco a poco me fui enredando en un torbellino de desencantos, frustraciones e indiferencias, hasta que estuve a punto de clausurar esa agotadora faena de despertar todos los días.

La decisión estaba tomada, la fórmula había sido dictaminada. Pero ese día, de camino a casa, me encontré con él. Fue como si hubiera estado esperando que llegara a su vida, que lo mirara y me percatara de que toda su existencia se debía a mí. Era la primera vez que sentía una conexión instantánea únicamente con una mirada.  

Decidí dejarlo entrar en casa, en mi corazón, dejar que la crónica de sus días se uniera irremediablemente a la mía. Y así comenzó nuestra aventura, como por azar, sin presiones ni exigencias. Y así mi historia cobró fuerza y mi vida propósito, todo empaquetado en un sincero ladrido.

¡Qué maravilloso que es cada día!



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