La primera vez que oí hablar de Domato, estaba enfrascada en una discusión sobre biodiversidad y los esfuerzos por rescatar las especies de flora y fauna en peligro de extinción. En ese entonces, tanto para mí como para mis compañeros de discusión, la singularidad de Domato radicaba en ser el último ejemplar de su especie.
Movida por el anhelo de conocer al receptáculo de semejante distintivo y, como buena estudiante de biología, trabajé incansablemente por el notorio objetivo de obtener una pasantía de 6 meses como cuidadora en el paraje donde mantenían a Domato. Cuando recibí la aprobación, mi ilusión por estudiar a ese ser que representaba a toda una especie estaba inspirada por la arrogancia de formar parte del selecto grupo que pudo contemplar a Domato de cerca. ¡Qué poco entendía yo en ese momento!
Llegué al hospital henchida de orgullo, feliz por esa oportunidad de pasar a los anales de la posteridad a costa de la soledad de un ser que nunca pudo conocer a otros igual que él. Había sido asignada al turno de la noche y debía cuidar de las necesidades de Domato - medicinas, comida y abrigo. Mis compañeros de trabajo me recomendaron llevar cualquier cosa que me permitiera distraerme, ya que, según me informaron, Domato era en extremo inquieto durante el turno nocturno.
Mi primera noche preparé todo lo necesario y me presenté temprano para asegurar que estaba lista para comenzar apenas terminara el turno diurno. Vi salir a mi compañero, que cabizbajo me saludó. Llevaba el semblante adusto y reflexivo, contrastando con mi gran sonrisa y emoción.
-"Se rehusó a comer más temprano. Espero que tengas más suerte que yo. Cuídalo".
Me sorprendió la languidez de su porte y el desánimo de su voz, pero me negué a dejar que me influenciara. Estaba a punto de ver al último ejemplar de su especie y nada podía apagar mi energía.
Ingresé a la cámara, la cual había sido acomodada con flora acorde al hábitat natural de Domato, o al menos lo más similar posible. Él estaba echado sobre la grama y se me quedó viendo con unos grandes ojos café, unos ojos cargados de sabiduría y de tristeza. Me sentí desconcertada. Lo que tenía delante no se parecía en nada a la imagen que guardaba en mis recuerdos. Recordaba a Domato como un ejemplar joven, corriendo por el pasto de su celda e irradiando energía. El Domato que tenía delante estaba en extremo delgado, enjuto e irradiaba una melancolía que nunca imaginé podría provenir de otro ser. Comencé a entender el desánimo de mi compañero.
Esa primera noche comencé vislumbrar la cruel soledad a la que estaba condenado Domato. Una soledad acompañada, es cierto, por sus cuidadores. Pero no podíamos ser más que eso, aunque quisiéramos. No sabíamos comunicarnos con él, no podíamos darle el calor de una familia de su misma especie, con su misma forma de comunicarse y sentirse. Domato no era inquieto durante el turno de la noche, pero lloraba quedamente. Sin parar. Siempre.
En los seis meses siguientes, me gusta pensar que fui una amiga para Domato, que sintió el calor que tanto quise trasmitirle y que supo entender mi anhelo por quererlo y ayudarlo.
Supe de su muerte un mes después de terminar la pasantía. No me sorprendió.
Es dolorosa la certeza de ser el último de tu especie. Hasta conocer a Domato, no imaginé la honda desolación que enfrentó la raza humana al desaparecer.
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