Doña Marina
cuidaba que la tortilla que tenía en el comal no se quemara mientras palmeaba
el último poco de harina de maíz que le quedaba. Estaba concentrada en la tarea
que tenía entre manos, de nada serviría que se le quemara lo último que tenía
disponible en la despensa.
Era la
tercer semana que el país estaba en cuarentena. También era la tercer semana
que no vendía las burritas que acostumbraba preparar desde las cuatro de la
madrugada para comenzar a vender a las cinco y media en la esquina de la
empresa de transporte. Eran famosas, sus burritas, rellenas de frijoles
molidos, huevo y queso. Los señores de
los buses hacía fila para comprarle y todos aseguraban que era el mejor
desayuno que se podía tener. Era un orgullo para Doña Marina que la señalaran
como "la señora de las burritas de la esquina" porque si había algo
que había aprendido de su mamá, era que uno debía trabajar duro, siempre
buscando ser el mejor en lo que se hace. Y esas burritas las hacía con mucho cariño
y esfuerzo, porque, después de años de venderles, los señores de los buses se
habían convertido en algo más que en sus clientes y ella les dedicaba una
mirada parecida a la de una abuela que le sirve el desayuno a sus nietos.
Mientras
preparaba sus últimas dos tortillas, a Doña Marina le entró una vieja
nostalgia. Eso le sucedía cada vez más frecuente en las últimas semanas de
encierro, en especial al preparar comidas que tendría que engullir sola. La
soledad, la mayoría de las veces es más una imposición de la vida que una
decisión propia y, en su caso, era el estado asignado por una existencia
cruel. Su esposo había muerto a manos de
un marero cuando manejaba un camión de víveres que debía pasar por una zona en
la que se debía pagar impuesto de guerra. Era una ruta nueva y el pobre de
Edgardo había olvidado verificar con su empleador si se habían hecho los pagos
a las maras antes de ingresar a la zona, por tanto tuvo que abonar con su vida.
Eso la dejó viuda y sin hijos, porque habían intentado durante mucho años y
nunca concibieron. Nunca supieron cuál era el problema porque nunca lograban
ahorrar suficiente para ir a un hospital privado y en el hospital del pueblo
les dijeron que todo estaba bien, que si se relajaba, seguro se quedaba embarazada. Pero ¿cómo se iba a
relajar si tenía que vender todos los días para completar el sueldo de su
esposo, que apenas ajustaba para comer?
A su Edgardo
siempre le gustaron sus tortillas, así un poco gruesesitas, pero los suficiente
delgadas para hacer una burrita.
Después de
tres semanas sin vender ya no tenía con qué comprar más harina, ni frijoles ni
nada. Así que decidió que comería sus tortillas recién hechas como si fueran la
cena que Edgardo le preparó el día que se casaron. La ceremonia fue sencilla,
en la iglesia de su pueblo y sólo estaban ellos dos con sus mamás, porque
ninguno tuvo padre presente en sus vidas, ni hermanos con quién compartir. Pero
se tenían el uno al otro, aunque ahora, ya sólo quedaba ella. Luego, se habían
ido a la casa de una vecina amiga de su mamá, que les prestó el patio y sus
muebles para celebrar y Edgardo llevó la comida que él mismo había preparado el
día anterior para compartir con sus pequeñas familias.
Decidió que
esa era la cena que estaba disfrutando, junto a su Edgardo, que siempre la
acompañaba en el corazón. La mejor cena posible.
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